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PINTURA DEL SIGLO XX EN FRANCIA, BÉLGICA, ESPAÑA E ITALIA
TORRES-GARCÍA, Joaquín (Montevideo, 1874 - Montevideo, 1949)
Construcción arquitectónica con figuras
1925-1926
Construcción, 50 x 52 x 5 cm

Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

La obra reproduce el orden bajo del fresco Les Arts, pintado en 1916, tercero de los realizados por Joaquín Torres-García en el Saló Sant Jordi del Palau de al Diputación Provincial de Barcelona. Las figuras han sido reproducidas con gran fidelidad, pero la composición arquitectónica es totalmente distinta.

Para el fresco Les Arts existe (al igual que para los demás frescos del Saló Sant Jordi) un boceto completo (orden bajo, orden principal y luneto en una sola hoja de papel de 133 x 63 cm) ejecutado por el artista en torno a 1916, expuesto y publicado muchas veces, que, procedente de la Sucesión del artista, pertenece ahora al Museu Nacional d’Art de Catalunya. En contraste con la obra que aquí nos ocupa, la arquitectura dibujada en ese boceto es la que realmente se encuentra en el Saló Sant Jordi. Se ha publicado también un dibujo a lápiz (33,5 x 24 cm) que es un estudio para la figura de la derecha.

La bibliografía de esta obra se muestra incierta en cuanto a su datación. Ràfols (1926), sin mencionarla explícitamente, parece incluirla entre las realizadas en Villefranche-sur-Mer en 1925 o comienzos de 1926. Sureda (1993) la data en 1916, mientras los autores del catálogo de la exposición El Noucentisme, Perán, Suàrez y Vidal (Barcelona 1994-1995), la datan c. 1925. Guillermo de Osma (Madrid 1996), que la titula Proyecto para el Palau Sant Jordi, la data c. 1925, aunque apunta «la posibilidad de que pudiera haber sido realizada en fecha posterior».

Joaquín Torres-García recibió en 1912 de Prat de la Riba, Presidente de la Mancomunidad Catalana, el encargo de decorar el Saló Sant Jordi del Palau de la Diputación Provincial de Barcelona con numerosos murales pintados al fresco. Por su importancia simbólica, el encargo y la obra se suelen considerar un fecha clave en el desarrollo del Noucentisme. Para el artista, que tenía entonces treinta y ocho años, supuso una consagración oficial por parte de las fuerzas políticas y culturales asociadas al entonces emergente nacionalismo catalán. Es indudable que Torres-García dedicó lo mejor de sus fuerzas a lo largo de los cuatro años siguientes a la concepción y realización de este proyecto. Pintó el primer fresco, La Catalunya eterna, entre el 28 de julio y el 10 de agosto de 1913. La obra fue recibida polémicamente por la crítica. El segundo fresco no lo realizó hasta septiembre de 1915. El tercer fresco, que es el que nos ocupa, lo comenzó a pintar el 18 de agosto de 1916 y lo terminó el día 282. El cuarto, que lleva el epígrafe Lo temporal no és més que símbol, lo pintó entre el 18 y el 23 de septiembre del mismo año. En junio de 1917 falleció Prat de la Riba y Torres-García, que había dibujado ya el boceto para un quinto fresco, comenzó a imaginar que no llegaría nunca a pintarlo. Efectivamente, en febrero de 1918 el nuevo Presidente de la Mancomunidad, Puig i Cadafalch, anuló el encargo.

Los frescos del Saló Sant Jordi no tienen un estilo uniforme. Mientras los tres primeros son decididamente clasicistas, sobre todo el primero y el tercero, el cuarto explora un registro nuevo, no se sabría decir si medievalista o barroco, mientras que el boceto del quinto anuncia una iconografía industrial y contemporánea que contrasta con el tono alegórico y atemporal de los anteriores.

Como he dicho más arriba, las figuras de la obra en cuestión responden fielmente, tanto a las del fresco de Les Arts como a las del boceto acuarelado citado más arriba. Es evidente también que están estilísticamente muy próximas a otras que cabe fechar en 1916, como por ejemplo la figura femenina que ocupa el frontispicio de Un ensayo de clasicismo, libro publicado por el artista en 1916 y que apareció precisamente a finales de agosto, cuando acababa de pintar el tercer fresco. Estas razones militan a favor de una datación en torno a 1916, aunque debe descartarse en cualquier caso el carácter de «proyecto» que se le ha atribuido, y que sería incompatible con la existencia del boceto en el que se dibuja detalladamente la arquitectura real del Saló Sant Jordi y que hace juego en cuanto a su técnica con los bocetos de los restantes frescos.

Para entender las razones que apoyan la datación en 1925 hay que decir algo más acerca de la vida del artista. Tras la anulación del encargo del Saló Sant Jordi, Torres-García evoluciona rápidamente uniéndose a los jóvenes (Barradas, Miró, Ricart, etc.), que forman la emergente nueva vanguardia catalana. Allí trata de combinar su trabajo de pintor con la puesta en marcha de una empresa dedicada a la fabricación de juguetes didácticos construidos en madera. Las dificultades que encuentra tanto en una cosa como en la otra le llevan a instalarse en Italia en 1922, país donde piensa que las condiciones de trabajo serán más favorables a su empresa. La constatación de que no lo son le lleva a desplazarse de nuevo en diciembre de 1924, a Villefranche-sur-Mer, cerca de Niza. Allí, a lo largo de 1925, intensifica su dedicación a la pintura y, por una serie de razones, teóricas y sentimentales, y prácticas, vuelve al clasicismo que había abandonado en 1917. En junio de 1926 expone en París, en la Galerie A. G. Fabre, un conjunto de treinta y cuatro obras en las que, junto a cuadros «vibracionistas» pintados en Nueva York, expone las obras clasicistas pintadas en Villefranche-sur-Mer. Estas últimas son la mayoría. Parece indudable que una de las razones para esta vuelta al clasicismo debe buscarse en la reacción del artista frente a la noticia de que el nuevo Presidente de la Diputación Provincial de Barcelona (nombrado por el gobierno de la Dictadura de Primo de Rivera, hostil al nacionalismo catalán) ha ordenado que los frescos de Torres-García sean substituidos por un conjunto distinto, tanto en temática como en estilo. Pese a una campaña defensiva en la que participan prestigiosos artistas y críticos catalanes, los frescos son definitivamente recubiertos (aunque Torres-García cree que son destruidos) en 1925, hecho que se menciona precisamente en el texto del catálogo de la exposición de la Galerie Fabre.

Este sería para Perán, Suàrez, y Vidal (Barcelona 1994-1995) el contexto de creación de esta obra. A favor de la datación de 1925, aducen el texto, ya mencionado, del libro de Ràfols, publicado en 1926 y una fotografía de Torres-García en su estudio de Villefranche-sur-Mer, en la que la construcción de madera aquí estudiada puede distinguirse, colgada en la pared del fondo, junto a otras obras.

Aunque ni el texto de Ràfols ni la fotografía son demostraciones totalmente concluyentes de que la obra debe fecharse en 1925 o comienzos de 1926 —ya que el artista podía haber desembalado y colgado en su estudio de Villefranche una obra de 1916—, la verosimilitud de la propuesta se ve forzada por las circunstancias de la vida del artista en torno a esas fechas. En una interesante serie de cuatro cartas dirigidas a Barradas entre el 7 de marzo y el 24 de octubre de 1926 Torres-García reflexiona sobre su vuelta al arte y su posición respeto del clasicismo y de la vanguardia.

«Mis cuadros de Barcelona —los últimos que Ud. conocía—, se han quedado algo atrás. Este último año de 1925 fue un año de mucho trabajo en que salió todo lo acumulado en Nueva York. Ud. se entusiasmaría viendo lo nuevo que es, lo personal, aunque casi o dentro del Cubismo (un Cubismo vivo), y cómo ya está todo aclarado y vive con libertad. A esos cuadros yo mismo he puesto los marcos que son como prolongación del cuadro —¡y viera qué marcos!— [...]. Es lo mío clásico, lo primero que hacía, pero completamente transformado [...]. Esa vuelta a lo clásico es fruto de una gran lucha y de mucha reflexión durante años —y mi libro de Nueva York es fruto de esa lucha— y termina con el triunfo de esa idea del arte. Echando una mirada a cuanto se produce en el mundo entero (salvo excepciones, que no conozco, pero las habrá) veo yo que la pintura en general, aunque muy sensible, muy refinada, muy profunda si se quiere, carece de sentido humano, de poesía y de grandiosidad. Y considero al Cubismo tan clásico, en cuanto a lo esencial, como una estatua antigua o un trozo de arquitectura. Y este es el gran paso que ha dado la pintura, que se ha librado del realismo para ir a la forma pura. De acuerdo, pues, con el Cubismo, pero en eso hay que hacer más que un fragmento, hay que hacer algo completo, humano, grande, arquitectónico, poético, ¡completo! [...]. De manera que me he liberado de la escuela de antes y de la escuela de ahora, porque eso existe en mí como cosa natural [...]».

La obra que aquí se estudia (y para la que se propone un título nuevo) parece responder a las intenciones expresadas en el texto que se acaba de citar, no sólo en los detalles de su realización técnica (el marco y la arquitectura inventada, realizados con listones de madera, la deliberada pobreza material de la obra, que parece responder a la intención de primar el armazón estructural, la forma, por encima de las cualidades sensibles, etc. sino, sobre todo en espíritu. Habiendo decidido volver a la pintura con todo su empeño tras diez años de viajes y aventuras más o menos empresariales, Torres-García trata de arrancar de nuevo injertando, en el tronco de lo conseguido diez años antes en los frescos del Saló Sant Jordi, los brotes de lo que ha aprendido mientras tanto acerca de la modernidad. En París, donde se instalará en octubre de 1926, desarrollará a partir de ese nuevo punto de arranque, y precisamente en una serie de construcciones de madera, casi todas pintadas, algunas totalmente abstractas, que resumen, al menos durante los primeros años, lo más esencial de su producción, su período creativo más fértil y personal.

Tomàs Llorens




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