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EL IMPRESIONISMO FRANCÉS
DEGAS, Edgar (París, 1834 - París, 1917)
Caballos de carreras en un paisaje
1894
Pastel sobre papel, 47,9 x 62,9 cm

Colección Carmen Thyssen-Bornemisza

Al igual que su colega Renoir, Edgar Degas no se oponía totalmente a firmar las obras que pintaba pero, también como él, en raras ocasiones las fechaba. Esta decisión exime a comentadores y críticos de la tarea de proponer secuencias de obras que puedan "ordenar" su proceso creador. Cierto es que una buena proporción de la bibliografía que la generación pasada dedicó a Degas se detuvo a analizar su método de trabajo y, al leer a muchos de aquellos sofisticados autores, se tiene la impresión de estar leyendo un prolijo libro de cocina o un manual de bricolaje. Este desequilibrio se justifica en cierta medida por el hecho de que al propio artista le preocuparan muy poco las cuestiones técnicas: inventó un modus operandi para su creación artística que se cuenta entre los más complejos y originales de toda la historia del arte occidental. Sin embargo, con ello se crea una situación en la que la obra de Degas se concibe en términos de secuencias y series y no de cuadros separados, individuales, con su propia identidad.

Esta obra maestra al pastel es sin duda uno de ellos. Ya se ha comentado su firma y fecha evidentes, que indican un desacostumbrado nivel de terminación. No cabe duda de que estamos ante un hecho intencional pues, a mediados de la década de 1890, Degas estaba formando activamente su propia colección y se encontraba, por lo tanto, siempre necesitado de dinero para adquirir obras de otros artistas, desde El Greco hasta Gauguin. En cuanto el pintor concluyó este pastel, se lo compró su marchante Durand-Ruel que inmediatamente se lo vendió a la gran coleccionista norteamericana de Degas, Louisine Havemeyer, que había constituido una de las más importantes colecciones de este pintor que jamás ha existido. Este hermoso pastel, un paisaje con tema de carreras de caballos, resultaría muy lucido en el estudio o en la sala de fumar de un opulento caballero, coleccionista de obras de arte, cual fue Horace Havemeyer. Y casi con toda seguridad allí es a donde fue a parar.

Jean Sutherland Boogs comentó muy agudamente esta obra en el monumental catálogo sobre Degas elaborado por la Réunion des Musées Nationaux, la National Gallery de Canadá y el Metropolitan Museum en 1988-1989. Observaba que Degas lo había ejecutado cuando contaba sesenta años de edad y que tenía su antecedente en otro pastel firmado y fechado, pintado exactamente diez años antes, cuando el artista tenía cincuenta años. Por ello posee una calidad elegíaca, pues se trata más de un recuerdo de una escena observada del natural. Boggs señalaba el hecho de que la finura y el misterio del paisaje en el que se sitúa la escena deriva en gran medida del gran grupo de monotipos de paisajes en color que Degas había expuesto el año anterior en las galerías Durand-Ruel. No tenemos más remedio que preguntarnos si estos caballos participan en una carrera, dónde se encuentran los espectadores y por qué están los jinetes ataviados tan apropiadamente si nadie los ve. Cuando nos planteamos estas preguntas nos damos cuenta de lo que nos hemos alejado de la tradición de la pintura de carrera al aire libre que se inventó en Inglaterra a finales del siglo xviii y que, en la década de 1820, adoptaron en Francia Delacroix y Bonington. En esos cuadros, contemplamos carreras reales con espectadores reales, situados en paisajes que tienen un escaso carácter positivo en sí. En este caso, Degas, presa de la melancolía al cumplir los sesenta años, sitúa a los caballos en un paisaje montañoso vasto y yermo, teñido de rosa por la luz del sol al amanecer o al anochecer. Por debajo de ellos se ve un sombrío valle boscoso. Acaso algunos penetrarán en él y desaparecerán.

Resulta igualmente interesante destacar la brillante gama cromática que Degas utiliza cual especias de un exótico estofado visual. Aunque por aquellas fechas ya era un destacado colorista, hacía poco que había aprendido las lecciones dramáticas y del nuevo cromatismo de las obras tahitianas de Paul Gauguin, una de las cuales al menos _La luna y la tierra (Nueva York, Museum of Modern Art)_ había adquirido en noviembre de 1893. No cabe duda de que era un coleccionista insigne, capaz de comprar obras tanto de Gauguin como de El Greco, Ingres o Delacroix.

Richard R. Brettell



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